El escritor francés Alejandro Pirón, fallecido en 1773, acostumbraba tomarse un paseo diario en el bosque parisiense de Boulogne.
Ahí un día se sentó en una banca para descansar. Pronto se dio cuenta de que muchos transeúntes, pasando frente a él, se quitaban el sombrero; ni faltaban quienes lo saludaban con una profunda inclinación.
Pirón devolvía cortésmente los saludos, complacido de que tanta gente lo apreciara, y pensaba: –¡Qué bueno, si vieran todo esto mis enemigos!
Antes de retirarse, Pirón notó que una ancianita se le acercó, se puso de rodillas y murmuró algunas palabras, seguramente una oración, al tiempo que miraba algo por arriba de la cabeza del propio Pirón. Éste lleno de curiosidad, volteó hacia atrás, y vio esculpida en la pared a la altura de su propia cabeza, un hermoso Cristo.
De pronto entendió para Quién eran los saludos, las inclinaciones de cabeza y las oraciones.
Inmediatamente Pirón se retiró de ahí asombrado por descubrir en sí mismo tamaña ingenuidad.
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