Sucedió en un pequeño restaurante de Suiza. La señora Blanca, ya no tan joven, pide en el mostrador un plato de sopa, y lo pone en una de varias mesas libres, mientras regresa al mostrador por la cuchara, pues se le olvidó pedirla. Al volver a la mesa encuentra una sorpresa: un negro se ha sentado frente al plato de sopa, y se la está comiendo tranquilamente. –Mira nada más; –piensa la dama– esto no me lo esperaba: pero este negro tiene un aspecto tranquilo… arreglaré este asunto por la buena…
La señora Blanca toma asiento frente al negro, y sonriendo le dice: –Con su permiso… Y se arrima el plato. El negro sólo responde con una amable sonrisa. La señora comienza a comer la sopa. El negro toma gentilmente el plato y lo pone en el centro de la mesa. Ahora los dos comen y sonríen. La sopa se acaba. El negro sonriendo se levanta como despidiéndose, pero pronto regresa trayendo un plato doble lleno de papas fritas; lo pone en el centro para los dos.
Al acabarse las papas, el negro se levanta y se despide de Blanca con una afable sonrisa de agradecimiento. También Blanca se levanta para irse. Busca su bolsa que había colgado del respaldo de su silla. La bolsa ya no está. La señora Blanca se pone furiosa, pues piensa: –¿Cómo es posible…? Entonces ese negro es un verdadero ladrón… Está a punto de dar la alarma; abre la boca para gritar: –¡Que agarren al negro rat… ¡Que llamen a la policía!…
De pronto Blanca ve su bolsa colgada del respaldo de una silla correspondiente a otra mesa, y sobre aquella mesa ve un plato lleno de sopa y sin cuchara. En aquel instante todo queda aclarado: el negro no había comido la sopa de Blanca, sino que Blanca había comido la sopa del pobre negro. Y todo porque la señora Blanca, cansada, desvelada, distraída y mal pensada se había simplemente equivocado de mesa.