Roma, febrero de 1991 Acaba de morir Mario, un jovencito de 14 años de edad. Se mató estrellándose contra un automóvil, mientras todo nervioso huía manejando una motocicleta, después de arrebatar la bolsa a una señora. En su colonia lo llamaban ‘El Osito’. Era alegre, y todos lo querían. Pidieron para Mario el funeral religioso, y el señor cura aceptó, presidiendo él mismo la ceremonia. Al final dijo entre otras cosas: –Mario era un asaltante, y murió como asaltante. La cosa es sencilla: él tuvo sus culpas, y nosotros, ¿no tenemos acaso nuestras culpas?
Hace cuatro años Mario era un alumno repetidor de tercer año de primaria. Al cruzar un incendio recibió quemaduras que le costaron 15 días de hospital. Se alivió, pero jamás regresó a la escuela. Nadie lo buscó, ni los maestros, ni sus compañeros, ni sus amigos, ni sus papás. También yo me siento culpable. Con frecuencia yo lo sacaba de entre otros asaltantes. Mario sí escuchaba mis palabras, pero sin resultados.
En una ocasión me robó el carro nuevo que yo acababa de comprar; él no sabía que aquel carro era mío… En cierto momento ya dejé de buscar a Mario, y me lavé las manos. Sin duda fue un error de parte mía; pero somos muchos los responsables y los culpables de la vida de Mario y también de la muerte de Mario. Nos desvelamos por recuperar nuestras cosas, las que Mario nos robaba, mi carro que Mario se llevó; pero nada, nada hicimos por recuperar a Mario, el ladrón que era nuestro hermano…