En general la situación de la mujer judía en el pueblo de Israel era de una inferioridad legal, social y religiosa, no contaba como persona, era reducida y marginada a lo privado, se podía equiparar a la situación de los esclavos y los menores de edad.
Era relegada en la vida pública, sin una capacidad para llevar una vida independiente. En la vida familiar estaba bajo las órdenes del padre o del esposo, de hecho, se le consideraba como una propiedad, el desprecio a la mujer se hacía manifiesto en el divorcio, el cual era un derecho único del varón.
En el campo religioso, la mujer era excluida del rito inicial de la incorporación al pueblo judío: la circuncisión, que era signo de pertenencia al pueblo de Israel. Por eso los hombres daban gracias a Dios por su privilegio. Una oración diaria de un judío piadoso rezaba: «te alabo, oh Dios, porque no me hiciste pagano… porque no me hiciste mujer… porque no me hiciste analfabeta…», en cambio la mujer solo podía decir: «Te alabo, porque me has creado».
Jesús supera esta costumbre, de hecho, su comportamiento era profundamente humano, se dejó querer por todas las mujeres que buscaban su cercanía, manifestó sus sentimientos, su compasión, su afectividad y su amistad con una libertad absoluta.
Por eso, la actitud de Jesús frente a la situación de la mujer significo una ruptura y una novedad para su tiempo y provocaba reacciones de sorpresa y escandallo entre los seguidores de las leyes rabínicas, inclusive de sus propios discípulos.
Esta actitud de Jesús quedo manifiesta en su predilección por las mujeres en el momento de realizar milagros (Lc.8,1-2), en la defensa de su dignidad (Mt.21,31-32), en el llamado al seguimiento (Jn.4,1-12) y en la integración del discipulado (Lc.8,1-3).
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